Hace poco pude ver un telefilm llamado Alias Caracalla, basado en la obra homónima autobiográfica de Daniel Cordier (n. 1920). Joven militante de Action française con 17 años, es, al comienzo de la guerra, acérrimo partidario de Charles Maurras, filofascista, antisemita, anticomunista y ultranacionalista. A pesar de su militancia de extrema derecha, su profunda pasión por la verdad y un insobornable patriotismo le impiden caer en el colaboracionismo, al contrario que Maurras, rechazando el armisticio de Pétain, e intentando pasar a África del Norte. Su barco, no obstante, es obligado a desviarse a Inglaterra, donde se une a las fuerzas de la Francia Libre. En 1942 es lanzado en paracaídas sobre Francia, y llega a convertirse en secretario del mítico líder de la Resistencia interior, el republicano Jean Moulin, cuyo ejemplo le hará evolucionar hacia posturas de izquierda. Después de la guerra, se convierte en pintor y marchante de arte, y hacia los años 70 produce una magna obra histórica reivindicativa de Jean Moulin, frente a ciertos ataques y críticas de la época.
El telefilm recoge los hitos principales de esta etapa de la biografía de Cordier, presentándolo como un joven entusiasta e idealista, ingenuo en la exposición de su ideología radical (sorprende verlo sorprenderse sinceramente, tras su primer encuentro con Moulin, de que éste considerara que Dreyfuss era inocente, lo que no empece que el joven confiese la admiración inmediata que le ha suscitado el izquierdista), que le lleva a disputas con compañeros de armas como Stéphane Hessel, aunque siempre dispuesto a la reflexión y al análisis. Su homosexualidad es tratada de modo tangencial, sobre la que el nonagenario aunque activo Cordier tratará en un segundo volumen de sus memorias.
La tensión en la película no es creada por escenas de acción prototípicas, sino de modo sutil, como la manera rápida, nerviosa y firme del joven protagonista de atravesar las traboules del viejo Lyon y de visitar sus pequeños restaurantes tradicionales, constantemente pendiente de todo alrededor. Entonces pensé que Francia es eso: algo viejo y digno, y que esa es una de las razones por las que amo a ese país. Tan distinta su realidad a la de la España actual, que se niega a sí misma y se quiere de anteayer. Una de las culpas mayores de la casta política partitocrática es, como señala Antonio García-Trevijano, haber arruinado la conciencia nacional por sus intereses de clase, materializados en el Estado de las Autonomías que sirvió como imponente agencia de colocación de sus cachorros (sólo tendría sentido restituir aquellas autonomías que fueron eliminadas por la fuerza de las armas). Se dice que un crimen se borra con otro mayor, y vemos cómo la casta política nacionalista se lanza a la aventura independentista en la esperanza de tener un régimen propio en el que ocultar y eternizar su inmensa corrupción.
Se repiten, ahora bien, los mantras del consenso y de la reconciliación, prueba de fuego de la corrupción que quieren sellar las oligarquías de distinto pelaje que la propugnan, y que ha hecho, por ejemplo, del franquismo una nebulosa indefinida de maldad, en la que no se quiere profundizar para no mostrar que el régimen actual no es más que una mera continuación de aquél, antidemocrático, sin separación de poderes, sino mera división de funciones del poder, y no representativo de los ciudadanos, secuestrados en su representación por unos partidos estatales que cumplen la misión, propia del fascismo, de integrar a las masas en el Estado, ahogando a la sociedad civil, de la que deberían haber surgido. Y todo eso sancionado por el indigno personaje que ha ostentado la corona, heredero de Franco y traidor a todos a sus juramentos, sólo preocupado por su fortuna y sus placeres, y del que el heredero se está mostrando únicamente como un pelele sin carácter ni dignidad.