Robert Doisneau
La reciente sentencia sobre el caso de los EREs en Andalucía que condena a varios dirigentes de los gobiernos autonómicos del PSOE por la malversación y desviación de fondos públicos destinados a trabajadores en paro -unos 680 millones de euros, la mayor de la España reciente- a intereses privados, a veces vergonzantes, ha provocado numerosas reacciones; así, el jefe del partido UNIDAS PODEMOS, y aspirante a vicepresidente en el nuevo ejecutivo en ciernes, ha afirmado que "España ha cambiado y no volverá a tolerar la corrupción", producto del "bipartidismo", que trajo "corrupción y arrogancia", al tiempo que el nuevo presidente de la Junta de Andalucía, del Partido Popular, afirmó, al conocerse la sentencia, que "es un día triste para Andalucía, pero los tiempos de la corrupción y la desvergüenza han quedado atrás". ¿Pero es cierto que la corrupción política es cosa del pasado? Para responder a esta pregunta es necesario describir la corrupción política y su función dentro del régimen político actual.
La corrupción puede concebirse como un asunto circunstancial o estructural. En un sistema democrático, en el que exista separación de poderes desde abajo, y los poderes legislativo, ejecutivo, y judicial se elijan separadamente y actúen de mutuos contrapoderes, controlándose y vigilándose por la misma dinámica de la búsqueda de control del poder característica de la política, la corrupción cuenta con muchas trabas para su desarrollo generalizado. Por el contrario, en un régimen partidocrático, como el existente en España y en la mayoría de países de Europa, nacido a impulso de los EE.UU. durante la llamada Guerra Fría, y donde la separación de poderes no es más que mera separación de funciones, establecida desde arriba, la corrupción política, al ser escasos los mecanismos de control, cuenta con campo abonado para su desarrollo a todos los niveles.
De tal suerte, la corrupción acaba ocupando un papel primordial en la vida política del país y deviene en factor de gobierno. Así, al no existir un principio de representación política, el diputado votado, que no es más que un empleado del jefe del partido que lo pone en la lista, y al que debe su sueldo, se sentirá miembro de una casta aparte, que se identifica por ende con el Estado, al que no tiene ya reparos en parasitar por considerarse parte suya. Si, por añadidura, el jefe de dicho partido accede a la presidencia del gobierno, a caballo de las mismas elecciones legislativas en que se ha votado a su cuadrilla de diputados, que sólo están ahí para auparlo, y no para representar los intereses de sus votantes, tendrá el control de los tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, sin control externo sobre el ejecutivo, definición de una dictadura perfecta o de una impoluta ausencia de democracia. Sin esta carencia de control, que se multiplica en los reinos de taifas de las Autonomías, paraísos de la corrupción caciquil, es inevitable la creación de clientelas, y de corruptelas con las que favorecer a los afines.
En conclusión, puede decirse que no es raro ver coincidir en sus apreciaciones sobre la corrupción como algo del pasado a la vieja esperanza engañosa del movimiento 15-M, y al otro representante del funesto bipartidismo, cuerpo bicéfalo del antiguo partido único franquista, tan criticado por aquél. Pues afirmar otra cosa sería reconocer que la corrupción es el elemento determinante de la vida política bajo un régimen oligárquico, donde los partidos tienen secuestrada la representación política del cuerpo electoral, y utilizan el Estado al servicio de sus propios intereses de clase privilegiada, en consonancia con los del oligopolio económico-financiero, mientras ofrecen a los súbditos las migajas de unas llamadas "políticas sociales", y fomentan una ideológica división de la sociedad en "colectivos" y "territorios" discriminados, para debilitarla y distraerla respecto a la situación de ausencia de libertad política, y de control del propio destino.